Carles Capdevila, una persona brújula que deja su maestría y sus palabras guía

Hay personas brújula sin las cuales a menudo nos perderíamos. Hay que saber elegirlas bien y dejarlas entrar en nuestras vidas. Cuando nos dejan, quedan su maestría y sus palabras guía, pero el mundo quema con su ausencia

Marina Garcés
3 min

ESPERANZA. Carles Capdevila era un abonado a esta palabra. Creo que si todavía está viva es porque él era su principal suscriptor. Yo no la usaba nunca. Desde el progresismo banal que me rodeaba, la esperanza me parecía una excusa, una manera de rehuir el compromiso con el presente. Fui entendiendo, sin embargo, que desde el inmediatismo periodístico abrazar la esperanza era una manera de combatir la dictadura cínica y calculadora de la actualidad. No nos hacía falta consensuar las palabras, porque sabíamos que la pasión era la misma: el compromiso con todo lo que está vivo y quiere vivir con dignidad. Ambos confiábamos en las palabras y en el aprendizaje a la hora de transformar el mundo. ¿Cómo se hacen las cosas? Haciéndolas, nos decíamos. Y esta era toda la esperanza que necesitábamos compartir. De vez en cuando, a raíz de algún artículo mío, me escribía: "Me gusta cuando te veo esperanzada". Me enviaba estos mensajes para hacerme la puñeta, pero poco a poco aprendí de él algo importante: que la esperanza no tiene que ver con proyectar el futuro sino con compartir el tiempo. Tener esperanza es confiar en que podremos hacer nuestro el tiempo, lo que ha sido y lo que está siendo, lo que es y lo que será.

CONVICCIÓN. Carles me enseñó, de manera práctica, a discernir el quién de la palabra: quién habla, a quién le corresponde en cada caso tomar la palabra. Detrás de los qués todo el mundo se camufla. Cualquiera puede quedar bien hablando de la libertad o citando a un determinado autor... Pero ¿quién dice qué? El juego de la verdad empieza aquí, en la veracidad del quién. Como entrevistador, sabía hacer hablar. Como amigo, no callaba nunca aunque escuchaba siempre y mucho. Como maestro provisional, me exigía comprometerme con mi propia voz. Se empeñó en corregirme un libro que estaba terminando cuando nos conocimos, Filosofía inacabada. A mí me daba vergüenza, pero al final casi me arrancó el manuscrito de las manos. Me lo devolvió lleno de M escritas en los márgenes. Quería decir: "Aquí falta Marina". No te escondas, lo que piensas es importante que lo digas tú, desde ti, me decía. A mí me parecía una arrogancia, una falta de pudor. Pero reescribí el libro, de arriba abajo, como un caracol sacando los cuernos. Poniendo todavía un poco más el cuerpo. Porque de eso se trataba. De poner el cuerpo en la palabra, como él hizo hasta el último día, literalmente. Por eso a los dos nos atraían las aulas y el teatro, territorios donde la palabra se pone a prueba cada día y no se deja inmortalizar bajo un tuit, un tag o un flash. Conquistar el nombre propio no es convertirse en una marca sino firmar la propia voz y compartirla desde la propia fragilidad y la propia fuerza; no es el nombre propio del autor, es el nombre desnudo de la convicción.

ESTIMA. Cuando la cuenta atrás de la enfermedad se fue imponiendo, todos los planes que tramábamos (entrevistas, libros, teatro e ¡incluso una escuela imaginaria!) fueron quedando guardados en el silencio. Ya no llevábamos las libretas a nuestros desayunos. Solo lo más inmediato: nuestras heridas y nuestras ternuras. Su cuerpo dolorido hacía más fácil compartir los dolores. Sin planes, teníamos aún el tiempo para compartir y podíamos seguir confiando en las palabras. Conversación a conversación, ya solo compartíamos la estima hacia los nuestros y la línea de demarcación, cada vez más clara, hacia aquellos que no serían nunca los nuestros. Abrir y dar no son verbos que se puedan conjugar con cualquiera. Cuídate y vigila, me decía pocos días antes de morir: cuanto más das más te piden. Y hay algunos que nunca tienen suficiente. Cuando nos despedíamos, el último día que lo vi, retorcido de dolor me dijo sonriendo: "Espero que lo hayas aprendido". En esta frase la esperanza y el aprendizaje, los dos pilares de su vida, se enlazaban en un misterioso "lo" que me corresponderá a mí, durante la vida que me sea dada, seguir llenando... de esperanzas y de aprendizajes.

Contra mi recelo inicial, él me eligió y me hizo entrar: en el diario, en sus planes y en su mundo, como aquella mañana que me sorprendió encontrarlo desayunando tras una ventana de mi calle con su amigo del alma, Albert Om. Entra y siéntate, decían sus gestos vitales tras el cristal, y la mañana se alargó y nunca más tuvimos prisa, a pesar de que todo haya ido tan deprisa. Ahora sé qué he aprendido: a dibujar ventanas en las paredes cuando la vida se cierra. Y a verte cada mañana, reflejado en la ventana de mi calle. Buenos días, Carles.

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